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El 25 de noviembre, Día Mundial de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, es una fecha que no nació para celebrarse, sino para despertar conciencias. Su origen está marcado por la historia real de las hermanas Mirabal, tres activistas dominicanas que en 1960 fueron asesinadas por la dictadura de Rafael Trujillo. Eran conocidas como “Las Mariposas”, un nombre que parecía frágil, pero que representaba una fuerza que ningún régimen pudo apagar. En su memoria, y en la de tantas otras mujeres silenciadas, Latinoamérica comenzó a conmemorar este día antes incluso de que la ONU lo hiciera oficial en 1999. Pocos lo saben, pero fue en 1981, durante el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, cuando este llamado empezó a recorrer nuestra región y luego el mundo.

Otro dato que muchos desconocen es que esta fecha no vive sola: es el inicio de una campaña global de 16 días de activismo, que culmina el 10 de diciembre, Día de los Derechos Humanos. Durante ese periodo, organizaciones, comunidades y personas de todas partes del mundo se unen para hablar, visibilizar y acompañar. Tampoco es casual que el color que simboliza esta lucha sea el naranja, un tono elegido para representar luz, esperanza y la posibilidad real de un futuro sin violencia.

La violencia contra la mujer no siempre irrumpe como un hecho escandaloso: a veces se esconde en comentarios que hieren, en silencios que obligan, en celos disfrazados de protección, en burlas que buscan controlar o en miedos que se cargan cada día sin saber exactamente cuándo empezaron. No todas las heridas dejan marcas visibles; algunas se alojan en la voz, en la autoestima, en la rutina, en la forma de caminar por la calle o de mirar el teléfono con un nudo en la garganta.

Por eso, este 25 de noviembre es un recordatorio profundo: no se trata solo de reconocer el dolor, sino de entenderlo. De creerle a quien habla. De acompañar sin preguntar por qué no salió antes. De romper los mitos que sostienen el silencio. De entender que la violencia es un problema social que necesita compromiso, educación y empatía de todos y todas.

Es un día para abrazar a quienes han tenido que sobrevivir en silencio. Para recordar a quienes ya no están. Y para mirar hacia adelante con la convicción de que cada gesto —escuchar, informar, apoyar, hablar, no normalizar— puede cambiar una vida.

Este día no es para celebrar; es para transformar, para pensar en la fuerza que tiene una sociedad cuando decide no ser indiferente, para repetir, con firmeza y compasión, que ninguna mujer debería vivir con miedo y para imaginar un mundo —uno posible, uno necesario— donde esta fecha ya no haga falta.

Ni una menos. Ni una historia silenciada. Ni una vida más marcada por la violencia.

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