Por: Mg. Heydi Karina Molina Yangali
Publicado: 12/11/2025
En las aulas universitarias solemos hablar mucho de competencias, indicadores y resultados, pero pocas veces nos detenemos a pensar en cómo se sienten los estudiantes mientras aprenden. En los últimos años se ha comprobado que las emociones influyen tanto como el conocimiento mismo. Cuando un grupo llega motivado, curioso o tranquilo, el proceso fluye. En cambio, si llega tenso o desanimado, todo se vuelve más cuesta arriba. Por eso, hoy más que nunca, el desafío no es solo enseñar contenidos, sino conectar con la dimensión emocional del aprendizaje.
El aprendizaje emocional como eje del desarrollo integral
Trabajar las emociones en la universidad no significa convertir la clase en terapia, sino reconocer que el aprendizaje es una experiencia humana completa. Gutiérrez-Maldonado et al. (2018) señalan que la competencia emocional puede enseñarse y que fortalece la autorregulación y la adaptación. Cuando los estudiantes aprenden a identificar cómo se sienten frente a una tarea o proyecto, gestionan mejor la frustración y disfrutan más del logro. Este tipo de aprendizaje también favorece la empatía y mejora la convivencia en el aula, aspectos clave en cualquier profesión.
Estrategias para incorporar la dimensión emocional
Cada docente puede hacerlo a su manera. A veces basta con empezar la clase preguntando cómo llegan ese día, o cerrar la sesión con una breve reflexión sobre el proceso vivido. Lo importante es generar un espacio sincero de escucha.
En mi caso, encontré útil apoyarme en herramientas digitales como Reflect de Microsoft, que permite visualizar el ánimo general del grupo. Sin embargo, más allá del recurso, lo que realmente transforma es la intención pedagógica: usar la emoción como punto de partida para enseñar mejor.
Impacto en la práctica docente
Cuando los docentes incorporamos el componente emocional, el ambiente cambia. Las clases se vuelven más participativas y el aprendizaje se siente más auténtico. Recuerdo una sesión en la que varios estudiantes expresaron sentirse abrumados por las entregas. Tomé unos minutos para conversar, ajustar el ritmo y al final noté más colaboración y serenidad. Ese tipo de momentos muestran que educar también es cuidar.
Conclusión
La educación superior necesita volver la mirada hacia lo humano. Formar profesionales competentes es importante, pero también lo es ayudarles a comprender y gestionar lo que sienten. Las emociones no son un añadido, son parte del proceso. Y si logramos integrarlas en nuestras clases con o sin tecnología estaremos construyendo una universidad más empática, más consciente y, sobre todo, más humana.




